jueves, 11 de agosto de 2011

La Redota (César Charlone, 2011)

Retrato de un espejo

Para un cine nacional que había aprendido de los excesos de algunas de sus primeras obras (algunos recordarán la fallida Mataron a Venancio Flores -Juan Carlos Rodríguez Castro, 1982), para eventualmente abrazar películas de perfil un poco más bajo (la fiebre festivalera surgida a partir de los merecidos éxitos de Control Z), la idea de un film como La redota parecía una quimera, cuando no un delirio. Sin embargo, producto del proceso de reconstrucción histórica que han desencadenado los diversos bicentenarios que se han ido dando alrededor de la región, César Charlone aparece con un film que intenta retratar uno de los momentos más emblemáticos de la construcción de la identidad uruguaya, labor para nada fácil, considerando, no sólo la multiplicidad de discursos sobre el tema, sino también una característica propia de la identidad uruguaya, que es el vacío representacional sobre el cual se ha construido todo lo que vino después.

El buraco

En este sentido, el verdadero tema de La redota no es Artigas, la vida en los campamentos del Ayuí, el recuento histórico de lo que realmente pasó, ni siquiera la exaltación de ciertos ideales sobre los que se ha construido nuestra nación, sino el papel demiúrgico del artista, el metarrelato de cómo plantar pilares en el aire. Este punto va a llevarse a cabo por el pivoteo entre el cuadro y el fuera de cuadro (casi literalmente hablando) que involucra la vida del prócer con la de su creador plástico, Juan Manuel Blanes. La película se estructurará entonces entre algunos de los acontecimientos ocurridos en 1812, justo después del éxodo oriental, y 1884, año en el que Máximo Santos le da al pintor todas las licencias (por lo menos, hasta ese momento parece otorgarle total libertad) para crear la imagen del líder oriental. Sin embargo, La redota no es sólo la historia de un pintor intentando construir un mito de la nada, sino la de unos cineastas intentando recrearlo. Por esa misma razón, la bina problematizadora Blanes/Charlone queda inevitablemente dentro de la agenda e introduce a la película en otro de los grandes temas, más estrictamente dentro del dominio del séptimo arte, que es el siempre huidizo retrato de Uruguay en nuestro cine.

A la hora de estudiar una identidad nacional desde las artes, no lo hacemos desde el punto de vista de la medida en que ellas han sabido captar cierta esencia de lo nacional, sino en la medida en que han sabido ser productoras de, y a la vez producidas por ella. Blanes, en este sentido, es el punto cero donde nuestra historia comienza a construirse en base a imágenes. Si pensamos las identidades nacionales en el siglo XX, podemos decir que ellas son íntimamente cinematográficas, tanto en su contenido como en la forma. Sin embargo, el cine uruguayo nunca pudo hacer más que señalar su buraco imaginario, rodearlo, cartografiarlo (siendo El dirigible, sin lugar a dudas, la película que más acercó al pretil a este vacío representacional). Sin embargo, cuando la tarea ya no es definir el vacío, sino rellenarlo, el campo parece sembrado de otros pozos diversos.

Artigas es, de por sí, un personaje huidizo, un héroe patrio particular entre de las mitologías nacionales de otros países, con una biografía concentrada prácticamnte en sólo diez años de carrera. Casi haciéndole honor a tal condición escurridiza, en la primera media hora del film, lo único que tenemos del personaje son las historias, su leyenda negra, y la convicción de un español condenado a muerte que es encomendado por Serratea a entablar amistad y asesinar al prócer, a cambio de su absolución y posterior viaje a su país. Las referencias a Apocalypse Now son evidentes, encontrándose similitudes entre Artigas y el Coronel Kurtz hasta en la forma en que aparecen en pantalla (en la oscuridad, iluminados por la luz mortecina).

En la construcción de ese personaje, Charlone crea un prócer distinto al más clásicamente retratado, aquel Artigas gallardo, pulcro y severo que aparece encuadrado en la mayoría de las escuelas públicas de nuestro país. Ante semejante responsabilidad, Esmoris está a la altura de las circunstancias, interpretando a un líder tan temperamental como poco prolijo, mujeriego y bebedor, pero a la vez elocuente, carismático, y más que nada (aún a pesar de cometer errores y ser traicionado varias veces), justo. Uno de los grandes momentos del actor se da cuando uno de los hombres de su campamento le dice “no me baje la mirada cuando le hablo”. En ese momento –con una frase que ya se había repetido con otro personaje que el mismo Artigas desterró erróneamente del campamento- vemos a un líder casi convertido en un niño, avergonzado, lleno de dudas.

A la misma altura está el papel de Juan Manuel Blanes, interpretado por Yamandú Cruz, posiblemente siendo esta pata de la historia (la ocurrida en 1884), la más efectiva de la película. No se puede decir lo mismo de otros personajes como Máximo Santos (Franklin Rodríguez), que quizás no dan en el clavo, no tanto por actuaciones en sí, sino por el diseño del personaje (tanto Santos, como Serratea, en determinada medida, suenan demasiado actuales, casi, por así decirlo, “cancheros”). En los personajes secundarios es donde adolece más esta irregularidad, muchos de ellos siendo portavoces de discursos y declamaciones acartonadas y poco creíbles (esos españoles que interceptan a Rodolfo Sancho). Se percibe en este punto cierta incómoda tensión entre el naturalismo buscado en los personajes y la necesidad de comunicar algunos de los valores artiguistas. Cabe señalar en este caso, como paréntesis, que la película no deja de estar enmarcada en lo que es el Bicentenario, por lo que esta tensión es parte misma de las condiciones de producción de la obra.

¿Dónde quedó Blanes?

La película en sí, por responder a la necesidad de rellenar un vacío imaginario nacional intentando de rescatar a una persona de carne y hueso, en vez de tapar el mismo con un colchón armado a base de ideales y prescripciones nacionales condensados, sortea lo que posiblemente era el mayor escollo al que podía enfrentarse. Sin embargo, el error más notorio –y curiosamente, el menos esperable de todos- se da en los aspectos más estrictamente técnicos. Siendo una historia sobre cómo la construcción de un mito entra en conflicto con las necesidades y aspiraciones de determinado centro de poder –Santos parecería querer un Artigas a imagen y semejanza suya, más que un retrato fiel de lo que fue- hubiera sido interesante quizás sostener el lenguaje cinematográfico del film en base a la pictografía de Juan Manuel Blanes (con iluminación, cuadros fijos y planos generales a lo Barry Lyndon, podría pensarse). Sin embargo, esta referencia sólo aparece de a ratos, como cuadros aparte que nunca integran parte de la acción del film. Casi completamente al contrario, se hace por momentos excesivo uso de la cámara en mano, incluso recurriendo a montajes efectistas con imágenes de cadáveres, que por momentos parecen sacados de Cine B. También, a la banda sonora (compuesta por Luciano Supervielle) no hay mucho que reclamársele, pero por momentos es tal la insistencia que se hacen en ciertos sonidos, y ciertos climas –que aparecen casi automáticamente, como si fuera una sinestesia directa y horizontal entre emoción buscada y escena retratada – que terminan saturando a la trama.

El producto final es una película irregular, que siempre se salva de caer en aspectos ideológicos que la podrían haberla convertido en irritante, pero que nunca termina de cerrar del todo, más allá de un final efectivo, emotivo y bien encadenado. El abismo va a seguir estando, pero por más enclenque que sea el puente, se puede cruzar de un lado a otro.

Amreeka


La ingenuidad nos hará libres

Muna (Nisreen Faour), una emigrante que acaba de pisar territorio norteamericano es encuestada por un oficial de aduana. “¿Cuál es su país de residencia?”, “No tengo uno, somos de territorios Palestinos”. El oficial la mira con desconfianza (recordemos que el film está ambientado en el año 2003, justo en plena invasión de las tropas estadounidenses al territorio de Irak) y le pregunta “¿Ocupación?” y ella responde, con total ingenuidad “Sí, hemos estado ocupados por cuarenta años”. El chiste funciona y sirve para explicar todo el ambiente y modus operandi de Amreeka, ópera prima de Charen Dabis, quien intentará representar el drama de los emigrantes palestinos en “la tierra de los libres”, basándose, en parte, en elementos de su propia vida. Esta serie de gags de desencuentros y desentendimientos estructura toda la película, casi reduciendo cada escena a un mero chiste o en una observación sobre el choque de culturas. Muna es una mujer capaz, por lo menos en Bethlehem, donde tiene que trasladarse diariamente a Ramallah para trabajar en un banco, desplazamiento enmarcado en un viaje que pasó de ser de quince minutos a dos horas, gracias a los centros de control y el nuevo muro que están construyendo las fuerzas israelíes. La situación nunca parece tan desesperante como limitante, y cuando le llega casi milagrosamente una visa para irse a los Estados Unidos, no tarda mucho en ser convencida por su hijo para hacer las valijas. Lo que suena un buen plan, ya desde el comienzo parece estar lleno de baches: el único trabajo que parece poder conseguir es en una casa de comida rápida, su hijo es atormentado por unos bullies xenófobos (demasiado caricaturescos, habría que decir), la misma familia que los acoge está atravesando una crisis económica producto de la histeria anti-árabe, y para peor, en la aduana a la pobre Muna se le termina confiscando un tarro de galletas en donde guardaban todos los ahorros.

Toda esta serie de traspiés parecería ser esqueleto de un drama, pero la directora pretende a cada momento poder extraer breves lecciones morales, haciendo particularmente hincapié en la cualidad naive, casi natural, de la protagonista. La idea de un personaje puro, completamente ajeno a las reglas de un territorio, es un recurso que ha sido históricamente utilizado para mostrar las peculiaridades, no tanto del país del viajante, como de aquellos países de acogida –sin ir muy lejos, de eso se trataba en parte la reciente Un cuento chino (Sebastián Borensztein, 2011)-. Sin embargo, en esta misma lógica es que se ven algunos de los problemas. El tono blando, de feel-good movie, por momentos parece excusa para dejar mal resueltos algunos hilos argumentales, o quizás son tantas las ganas de tirar buena onda, que la directora no puede hacer otra cosa más que recurrir a soluciones de la galera o suspensiones conformistas en un mundo mucho más complejo (el final mismo, sumergido en clichés, trata de tender puentes en un conflicto milenario entre judíos y árabes casi única y mágicamente por medio de la comida y el baile). La misma Muna, que parece ser la encarnación misma de la ingenuidad, a primera instancia parecería ser el centro de conflicto de dos culturas diferentes, pero a medida que pasa el tiempo, uno comienza a preguntarse si aquellos percances son realmente fruto de la difícil adaptación a lo desconocido, o si la señora no es sencillamente un poco –bastante- dormida (la búsqueda de trabajo, o el momento en que quiere venderle pastillas de adelgazamiento a la misma gente que va a comprar a la casa de comida rápida).

Si son burdos los errores de la protagonista, también lo es el uso de las metáforas, o más que el uso, su insistencia. Es como si Dabis en ningún momento dejase escapar algo mínimo por fuera de ese conflicto central. Como ejemplos, podríamos citar la discusión sobre ser diferente que mantiene la protagonista con un compañero de trabajo que se pinta el pelo de azul, o el momento en que una de las hijas de la familia que acoge a Muna traza una línea divisoria entre la parte del cuarto que le corresponde a ella y la que le corresponde a su hermana –en cierto punto, refiriéndose a la arbitrariedad de la repartición de tierras y posiblemente la línea de Gaza).

El resultado final es el de un film repleto de buenas intenciones, pero que de tan blando y tan conciliador (aún en los momentos en que introduce temas realmente conflictivos, como es la xenofobia en las aulas escolares) nunca se la juega, cayendo –y ahí sí viene lo realmente negativo- en estereotipos que siguen reproduciendo al emigrante como un buen salvaje, un pez fuera del agua que tiene que ser condescendientemente asistido para la adaptación a su país de acogida. Ni toda la comida o el amor del mundo pueden hacer reflotar tales errores.

Entrevista a Renate Costa

El número mudo

En el contexto de una nueva edición del Montevideo Doc, se estrenó Cuchillo de Palo, relato huidizo de un tío muerto en circunstancias misteriosas, en el cual Renate Costa termina por ampliar el lente y dar pinceladas generacionales sobre lo que fue el régimen dictatorial de Stroessner (en especial, la particular persecución a los gays que se dio durante el mismo y la confección de una lista de homosexuales cuyo número -108- terminó convirtiéndose en calificativo y tabú, incluso en tiempos democráticos). Aprovechando la visita de la directora, nos tomamos el tiempo para hacerle preguntas sobre esto y mucho más.

Me estabas contando que Paraguay no se caracteriza por su cantidad de producción de películas nacionales, siendo justamente Cuchillo de palo la única que se exhibió el año pasado ¿Cómo fue la difusión de la película?
Y, la verdad que, como veníamos de Berlín, y por haber pasado por festivales, por haber estado en Cannes, el estreno fue relativamente esperado por el público. También era una película donde funcionaba mucho el boca a boca. Al ser la primera película sobre la dictadura de Stroessner, la gente se ponía a hablar mucho de eso, como que tenía mucha necesidad de hablar de la dictadura. Muchos traían a sus padres, o en los debates no sólo se traía el tema de la homosexualidad. También se tocaba mucho el tema de los exiliados. Creo yo que fundamentalmente ayudó mucho a la gente joven a hablar del tema con sus padres, con sus abuelos, tíos. En eso tuvo un contexto muy fuerte. El tema de las persecuciones sexuales también fue muy importante, porque los gays han sido un grupo muy marginado dentro de la sociedad, y el número este de 108 [se refiere al número de homosexuales incluidos en una lista elaborada por el gobierno en 1959], que siempre fue usado en broma, incluso por los niños, empezó a tomar otra forma, otro sentido.

Con eso de lo no-dicho, el momento en que la película da un giro y que agarra un aspecto más nacional, es cuando mostrás que el 108, el mero número, es arrancado de las puertas, casi tachado simbólicamente. Parecería que el eje de la película es una ausencia, pero que no es sólo la de tu tío, sino la de un número. Pero también es la ausencia de una explicación cabal y total de quién fue él, que lográs mantener sin contestar durante todo el recorrido.
Sí, es como que todo es demasiado efímero, como que estás por llegar y se te escapa de las manos, así fue la vida de mi tío. A mi me pasó de convertirme en una persona mayor y ver cómo de golpe se fue. Incluso, yo pensaba que después de la película se me iba a acercar mucha gente y que yo iba a terminar construyendo una figura mucho más fuerte de él, y no fue así. Todavía me da la sensación de que no puedo llegar al corazón de lo que pudo ser él. Es esa imposibilidad radical de conocer al otro, pero sobre todo de aceptarlo. Para mí ese sí era un tema, cómo llegar realmente a quien tenemos en frente. En mi caso, primero a mi papá, y después de mi papá, a mi tío. Y en el caso de mi tío, a la familia, y en el caso de la familia, a la sociedad. Es una posta que se va pasando…

Vos decías en una entrevista que el verdadero problema es entender a los padres
Sí, por un lado, yo estaba super enojada con mi papá, e incluso a medida que hacía la película, aún más. Como que te vas enterando de todas las cosas que pasaron y no te explicas cómo puede ser que tantas personas de la sociedad y tantas familias hayan callado lo que le sucedieron a esos jóvenes. Pero creo que hay que darle un poco más la vuelta a la situación. O sea, yo estaba tratando de hacer una película sobre la aceptación, pero yo tampoco estaba aceptando lo que había pasado con eso

Al principio parecería que te estuvieras mordiendo la lengua en los enfrentamientos con tu padre, para después ir cediendo y confrontarlo más directamente.
No es tanto morderse la lengua como no animarse realmente. A medida que iba descubriendo todo lo que descubría, había mucha cobardía de mi parte, de no decirle todo lo que sabía. Incluso hay cosas que yo creo que él se enteró ya viendo la película. Porque con mi papá tenía como una doble barrera: por un lado que era mi papá y que le quería, ese amor que sentía hacia él y que no le quería hacer daño; pero por otro lado su negación. Entonces, yo le contaba de repente cosas que eran durísimas de contar al hermano de la persona que pasó por esas situaciones, pero me encontraba con una negación suya. Tenía que repetir y decirle varias veces esas cosas hasta ver cuándo le entraba. Como ir golpeando hasta hacer un agujero. Eso era duro, si.
Hay un momento clave de la película, que yo me pongo en escena. Estábamos limpiando en casa de mi papá y solamente era una prueba de cámara que estábamos haciendo, pero cuando yo entro a cuadro él cambia completamente, él se convierte en mi papá. Hasta ese momento, yo había estado detrás de cámara. Pero ahí, yo lo veo, lo siento y lo vivo y me doy cuenta de que el cambia porque yo entro en cámara, que es ahí donde él me explica lo que para él es ser homosexual. Cuando yo también me pongo en riesgo, él comienza a ponerse como lo que realmente es, no como objeto y director, sino como mi papá.
En el caso de esta dictadura y de mi tío, hay una cosa muy fuerte, que es particular de Paraguay, que es que en las dictaduras latinoamericanas hay una figura muy fuerte, que es la del desaparecido. Sin embargo, con estas listas lo que se hizo fue exactamente lo contrario: identificar a los gays, volverlos, por así decirlo, los fluorescentes de la sociedad, los más percibidos, los que todo el mundo apuntaba con el dedo. En eso Stroessner fue muy inteligente, porque lo que logró es que se autocensuraran, que ellos mismos se resguardasen en sus propias casas. Eso es posiblemente lo que pasó con mi tío, que se quedó encerrado ahí el resto de su vida, posiblemente porque ahí se sentía más seguro, se sentía más él mismo.

Igual, es curioso porque hay algunos personajes que aparecen en el film que son evidentemente gays, pero que el hecho del código, de figurar en una lista, cambia completamente todo.
Sí, pero en esos casos los que salían así y no les importaba nada, eran pocos. Algunos de ellos podían hacerlo porque su familia estaba relacionada a la familia de Stroessner. Para mi tío, que era un nadie, que no tenía ningún tipo de protección, sí que era muy diferente. Hay mucho de esa doble moral. Suponte que en esa época casi todos los gays tenían bigote, que es algo muy masculino. La forma en que ellos se saludaban era muy fuerte, tenían que demostrar que siempre eran machos, justamente siendo lo contrario. Ellos me cuentan que cuando se encontraban en el cine o eso, ellos tenían muchas señales para reconocerse como gays. Era muy clandestino, realmente. En esa lista que apareció mi tío llegaron a ser cerca de quinientas personas y la mayoría eran muy jóvenes, chicos entre dieciséis y dieciocho años. Ya después, esa lista comenzó a circular de otras formas y se terminó volviendo una broma, donde la gente le cambiaba y agregaba nombres para joderle la vida a adversarios políticos o enemigos, y eso quedó en la memoria de la gente por muchísimo tiempo

Hablando de la familia de Stroessner, ahí en la película te metés con un tema bastante particular, que es la homosexualidad encubierta de uno de los hijos del dictador. Ahí te estás metiendo con un asunto grande.
Me estaba metiendo no sólo con un asunto grande, sino con una persona que estaba viva, y que cuando se estrenó en Paraguay estaba libre, porque su juicio había espirado, pese a ser completamente inconstitucional. La verdad es que no pasó nada, por lo que parecería que la información que se dio se tomó como cierta. Sí pasó que la sociedad se empezó a preguntar, pero aquello es como un secreto a voces. La gente empezó a ratificar cosas que antes sabía. A mí sí me daba un poco de temor estrenar la película con él ya en Paraguay y con todo el poder que tiene. Pero ni siquiera se le hizo una entrevista al respecto.

¿Pasó con Cuchillo de palo que después de su estreno comenzaran a aparecer más películas y proyectos sobre la dictadura, como si se generara una diáspora?
Sí pasa algo con el cine, que es que cuando una película rompe un silencio, parece que después se pueden hacer más. Y a mí me pasó en el 2005 de trabajar con esta película de Cándido López, Los campos de batalla, en la que tocamos un tema que era como la piedra filosofal de la paraguayidad, la “Guerra de la Triple Alianza”, que hasta ahora arrastramos. De hecho, la “Guerra de la Triple Alianza” fue la guerra donde se iniciaron muchas de las naciones de este continente. Todas las naciones se afianzaron alrededor de la Triple Alianza, Paraguay incluso, así como pudo. Yo creo que a partir de ahí sentí que después de hacer eso podía acercarme al pasado reciente… vamos a ver cuándo me acerco al presente.

Dentro de Uruguay, de hecho, la Triple Alianza es un tema que no se suele tocar mucho porque posiblemente es de lo más oscuro de nuestro pasado como nación
Es que todas las soberanías tienen eso. Rascando un poquito en la historia de Francia, de Inglaterra, o España, todo país tiene un pasado oscuro, incluso necesario, pero toda la historia es así. Algo que se suele hacer con la Guerra de la Triple Alianza es hacer demasiado hincapié en la locura de Solano López. Muchos argentinos nos decían eso de que Solano López mandó a pelear a los niños, pero los niños no fueron a la guerra, la guerra vino a los niños. Murieron todos los paraguayos mayores de once años. Y eso tiene, en cierto punto, mucho que ver con el machismo de Paraguay. Tiene que ver con un machismo promovido por las mismas mujeres, ya desde hace ciento cincuenta años, donde el hombre tenía que ser macho. Por eso, un tema como el de Cuchillo de palo sigue siendo tan fuerte en Paraguay: es necesario hacerle entender a la gente que hay opciones, que ya no es tan necesario considerar a los hombres como sementales que deben seguir manteniendo la procreación natural de un país devastado.

Para cerrar, hay un momento en la película en que se muestra una marcha gay y aparece tu voz diciendo “yo sé que en esta manifestación deben haber muchos que saben de mi tío, pero no me animo a bajar del auto”, ¿Por qué es eso?
Esa fue una de las primeras filmaciones con un equipo de Paraguay. Yo tenía una foto de mi tío, que pensaba mostrársela a la gente para preguntarle si lo conocía, pero creo que hay una cosa ahí que yo intento decir, que es que a mí no me era fácil tampoco entrar a ese mundo, a la noche. Esa fue la primera marcha gay que se hizo en Paraguay, creo que en el 2006, y a mí me costó bajarme y pararme al lado de una travesti de dos metros, con una foto de mi tío, que quizás ni siquiera conocía. Ahí empezó a abrirse ese camino. Era quizás una forma de tratar de ser honesta, de que uno no es tan cool que se mete así como así y se pone a hablar con ellos. Aparte, los de esa colectividad son super inseguros y desconfiados de la gente, ya se los maltrató muchísimo mediáticamente. A veces, uno como cineasta no se pone tanto en duda y quizás sería necesario que cada tanto uno se aparte un pasito y diga “tengo miedo”. No sé, mostrar que hay obstáculos dentro de este auto, dentro mío, para acercarme a hablar con esta persona sacándome yo también todos los velos.

La semana del documental (Montevideo Doc, 2011)


Lo público y lo privado
Entre las propuestas cinematográficas de este año, pese a llevarse a cartel solamente cinco películas, el ciclo de exhibiciones de La semana del documental de DocMontevideo presenta una de la selección de films más sólida que se hayan llevado a nuestras tierras en los últimos años. Las proyecciones, que se realizaran del 23 al 28 de junio en la sala Zavala Muniz y en la Torre de las Telecomunicaciones (contando en cada una de ellas con la presencia misma de sus directores), se presenta como una gran oportunidad para repasar la grilla y sus coincidencias temáticas y estilísticas.
La películas en cuestión son: Cuchillo de palo (Renate Costa, España, 2010) documental paraguayo que intenta realizar el retrato de un tío homosexual de la directora, pero abriendo el lente al oscuro proceso del dictador Stroessner, caracterizado por una particular persecución a la comunidad gay de dicho país; Cómo vivir (Marcel Lozinski, Polonia, 1977), la única película no contemporánea que figura en la grilla, pero que fue largamente censurada en su país de origen por hacer una especie de mockumentary en donde se introdujeron algunos actores a un campamento para jóvenes parejas de la Unión de las Juventudes Socialistas Polacas; Un abrigo Silencioso (Ramòn Giger, Suiza, 2010) un film sobre Roman, un joven autista que se comunica con el resto del mundo por medio de un complejo sistema de signos, a quien se filma y se lo deja filmar, produciéndose una película donde la autoría es casi compartida; Exiliados (Mariana Viñoles, Uruguay-Brasil, 2011), la única película uruguaya en la selección que narra, centrándose en la vida de su familia la otra cara del exilio –político o económico-: el regreso; Finalmente, la que posiblemente sea la película más redonda y a su manera, conmovedora, Santiago (Joao Moreira Salles, 2006), en la que el director intenta realizar un retrato, siempre huidizo, sobre la vida y obra de un mayordomo que trabajó en la casa de sus padres desde 1953 a 1983.
A vuelo de pájaro, parecería imposible encontrar algún coagulante ante tanta variedad temática, pero pronto comienza a descubrirse algunos elementos en común que atraviesan a varios de los films.

Retratos fugaces
Uno de los primeros detalles a tomar en cuenta es la relevancia de un personaje en particular como eje de todos los documentales. Casi todos ellos son, en definitivas cuentas, un retrato que termina siendo mucho más que un retrato, en el que una historia de vida puede condensar la historia de un colectivo entero, como el caso de Cuchillo de Palo, en el que Renate Costa, casi en clave de thriller, parte de la misteriosa muerte de su tío Rodolfo, pero que pronto empieza a desenredar la maraña que comienza a sacar a la luz a un montón de amigos del mismo, entre ellos grandes personajes (grandes en esa subhistoria y grandes en la pantalla) de la escena drag o travesti de Asunción. Posiblemente sea Cuchillo de palo la palo la película que tiene mejor repartido el peso de entrevistados sobre los que se sostiene el film. Gran parte de los mismos son inmensamente ricos y queribles (desde una histriónica travesti tan estoica como presa del llanto fácil, hasta la vieja profesora de baile de Rodolfo), pero se establece un particular un ida y vuelta entre la directora y su padre, que gira sobre ese gran eje que es aquella ausencia (¿quién fue Rodolfo?, ¿Por qué, más allá de todos los agravios políticos y familiares decidió nunca abandonar su casa, a pocas cuadras de la de sus padres?). La reconstrucción de esa ausencia (elaborada sólo a través de entrevistas, unas pocas fotos y una sola filmación), como un agujero que se desmorona hacia sus costados, se extiende a un término paraguayo en común, los 108, que en dicho país es sinónimo de “homosexual” por haber sido 108 las personas que figuraron en una lista confeccionada en 1959 por las fuerzas militares en la que se identificaba a algunos de los gays más notorios de dicho país. En este registro de la ausencia es interesante un detalle particular del film, que es que dicho número fue extraído de las placas de calles, o los números de apartamento o cuartos de hoteles. Así, la ausencia de Rodolfo ya deja de ser familiar, para volverse en nacional.
El abrigo silencioso intenta dar palabra a una persona que en su vida cotidiana resulta muy limitado, pero que encuentra las maneras de hacerse oír. Roman, a pesar de su autismo, ha logrado adaptarse a varias tareas, entre ellas a la forestación, en torno a la cual circula gran parte de su aprendizaje (es particular la relación con su maestro Xaber, que metódicamente intenta enseñarle a manejar una sierra eléctrica, por más riesgoso que aquello pueda parecer). Más allá del mero retrato, el verdadero testimonio de Roman es sus filmaciones –en el documental se optó por darle una cámara de mano-, en donde terminamos por poder ver el mundo desde sus ojos, un mundo gobernado por movimientos elípticos, veolocidades, quietudes y ecolalias (en particular, algunos de los sonidos que emite Roman, que parecer emular casi a la perfección algunas de las maquinarias con las que trabaja). Sin embargo, posiblemente el retrato más íntimamente elaborado sea el de Santiago, un mayordomo argentino que es presentado desde una anécdota en particular que parece hablar por sí sola. Cuenta el director (en un voiceover muy ajustado e inteligente) que cuando era chico, sus padres diplomáticos decidieron salir de noche, por lo que le dieron el día libre al mayordomo. Durante la noche, el director escuchó el sonido de un piano, y al acercarse a la fuente se encontró con Santiago, que estaba tocando Beethoven, vestido de frac, como si estuviese en medio de una gala. Cuando le preguntó por qué iba vestido así, el mayordomo explicó “Porque es Beethoven”. La anécdota sirve para resumir una de las principales facetas de Santiago, que es el respeto y la añoranza por un mundo aristocrático ya perdido, pero en que el protagonista se adentró para no salir nunca más. Ciertamente, durante más de veinte años, Santiago vivió solo, escribiendo y juntando en secreto, a lo Henry Darger, una obra monumental sobre todas las aristocracias del mundo, desde los egipcios hasta el último Papa. Ese mundo que se abre ante nuestros ojos y los del director es tan rico que parecería escaso un rodaje de sólo una hora y media.

Cine dentro del cine
En el caso de Vignoli y su película sobre exiliados, se guarda la particularidad de entroncarse una historia particular, la de su familia, con la historia de un país, pero en la que, el gran personaje termina siendo el huidizo padre, un matemático residente en Melo que parece haber cortado todo vínculo con el exterior. En el retrato de esa operación retorno (en tiempos de los millones de parados de España y el resurgimiento económico de Uruguay) surgen temas conocidos, pero tratados de una manera bastante personal, variando de un entrevistado a otro. Uno de los hermanos es apocado, silencioso y no está muy seguro de volver; hay uno que vivió más de seis años allá está entusiasmado con su regreso, pero se desilusiona cuando vuelve a su país; otra se queja del reproche de varios compatriotas de tratarla de cobarde por irse “cuando las papas queman”. Por ahí se puede increpar algunas decisiones estilísticas, optando por momentos demasiado por planos fijos que por momentos lentifican mucho el metraje, pero en criterios generales la película no le erra a la hora de elaborar un retrato familiar pivotando entre presente y pasado (muchas veces construyendo el relato en base a imagesnes de archivo familiar que se superponen con los personajes de la actualidad, mostrando el paso del tiempo).
El tema del cineasta como observador participante, a veces del cineasta como objeto mismo de estudio, parece ser uno de los grandes puntos en común, no sólo con la grilla presentada, sino con el cine actual (de hecho, fue una de las facturas más repetidas en la última Berlinale). Posiblemente en este punto el mayor equilibrio lo encuentre Santiago, en donde los detalles de infancia del director se presentan de una manera mucho más dosificada y, por así decirlo fantasmal, más mediado por los ecos de una casa vacía que sobre las mismas historias del documentado. Sin embargo, lo que dota a Santiago de una lucidez radical es cómo parte de ser una película-retrato, para ser un estudio sobre lo que es hacer un documental, cómo las decisiones estilísticas terminan posicionando al director en uno u otro lugar. Es así que la película no se cierra sobre sí misma y se amplía a Fred Astaire o a Historias de Tokio, de Yasujiro Ozu. Al final de Santiago, el director, al recaer sobre esa película que intenta reconstruir tras haber dejado atrás largo tiempo, se da cuenta de que nunca utilizó primeros planos, y ve ahí el detalle, de que el mismo formato plantó una distancia entre él y su entrevistado, en cómo, a pesar de todo, de ser un documentalista, Santiago no dejó de ser el mayordomo, y el no dejó de ser el hijo de sus patrones. Tales momentos de claridad son difíciles de encontrar en el cine.
Posiblemente la película más distinta al resto sea Cómo vivir, que tiene muchas puntas de el Cine de la angustia moral polaco, en el que se puede traer a mención algunas de las primeras películas de Krzsystof Kieslowsky (sobre todo en el manejo de la finísima ironía). La forma en que el director, al introducir actores a un contexto, para hacer hablar a todos los mecanismos de un régimen (en este caso, el de la Polonia perteneciente al bloque comunista de los setenta) de forma casi augúrica se anticipa a Borat y films similares que terminarían por diseccionar, mediante la entrada de un extraño, estos mismos mecanismos de producción social.
Resumiendo, la semana del documental intenta borrar los límites entre lo familiar y lo nacional, lo personal a lo metacinematográfico, pero cualquiera sea el interés en uno u otro de los polos, es una oportunidad de ver cine importante, y del bueno.

José y Pilar (Miguel Gonçalves Mendes, 2010)


La mujer del elefante

Posiblemente, El viaje del elefante (Alfaguara, 2009) no sea una de las mejores novelas de Saramago, pero sí es una de las que tiende más puentes con los últimos años del escritor. Esto podría resultar extraño, considerando que, lejos de ser autobiográfica, la obra es una novela histórica que relata las peripecias del traslado de un elefante asiático a la corte de Maximiliano de Austria en el siglo XVI, que como es ya conocida la marca del escritor, sirve como excusa para hablar de temas más ontológicos. Sin embargo, esta noción de perpetuo viaje, tal como señala en un determinado momento el mismo Saramago (que dice que el elefante pasa toda su vida caminando hacia delante, sin parar, durmiendo sobre sus piernas, hasta que se muere y hacen de ellas paragüeros o elementos de lujo por el estilo), guarda íntimas relaciones con los últimos años del escritor, llevado a participar en una absurda cantidad de coloquios, vernissages, conciertos e inauguraciones. Casi podría decirse que aquella piel arrugada (con ese surco notorio que atraviesa su frente y parte de la cabeza), su memoria y sus ojos melancólicos son los de un elefante. El saber si es un elefante de circo o un elefante salvaje, viejo pero aún así insistente, es una pregunta que incomoda, al tiempo que es uno de los principales motores del film. Esta duda podría presentarse por la forma en que Pilar del Río, quien fue pareja del escritor desde 1986 hasta su muerte en el 2010, le lleva, no sólo la agenda, sino prácticamente su vida misma. Si hay algo de lo que cualquier duda queda despejada es del inmenso amor que existe entre las dos personas, así también como lo creativa y efectiva que se vuelve la dupla, con una feminista de inmenso empuje que mueve tierra y agua para que se reconozca la labor de su marido (así como también una militancia incesante en variadas causas humanitarias). Aún así, uno de los grandes aciertos del director (de quien se dice que llegó a filmar más de 240 horas, lo que señalaría un gigantesco acierto de la labor de edición y montaje a la hora de condensar tal babilónica cantidad de metraje en dos horas sin incongruencias ni puntos muertos) es poder captar un montón de tonos grises sobre la posición de los dos. Es en este punto que el gran personaje del film es Pilar, y no Saramago (que generalmente se presenta de una manera tierna y algo triste, pero sin muchas sombras), quien por momentos parece ser tanto artífice como solución a la mala salud del escritor. Da un poco de rechazo ver cómo por momentos José parecería no querer nada y ella lo saca de un evento para meterlo a otro, dinámica que coincide con la desmejoría física y eventual internación del novelista, la cual toma una parte importante del rodaje. Los eventos muchas veces son presentados desde un lente irónico o meramente absurdo, que por momentos recuerdan a la vida del alter ego de Woody Allen en Stardust Memories (film que a su vez le debía muchísimo a 8 y ½, de Fellini). En estas circunstancias, uno de los momentos más graciosos del film sucede en una reunión entre Saramago y García Bernal (con quien ensaya una obra de teatro), en el cual el actor le comenta que una de las preguntas que más detesta de la prensa es “¿Qué se siente estar en esta ciudad?”. No de manera inmediata, sino tiempo después, aparece el detalle de la conferencia de prensa y cómo García Bernal responde ante dicha pregunta de una manera cordial, obteniéndose un resultado cómico mucho mayor que el que se hubiera logrado si se hubiera optado por colocar la anécdota inmediatamente después –más propio del humor de archivo, en tiempos de TVR y Caiga quien caiga.

Más allá del temperamento andaluz y la férrea ética de trabajo (que lleva a Pilar a decir que ninguno de ellos dos tiene derecho a deprimirse y que está a favor de los psicofármacos para mantener a alguien en constante producción), nunca queda en duda que de no ser por aquella mujer, Saramago no estaría donde está. La obra es todo, pero justamente eso es lo que logra descentrar Miguel Gonçalvez Mendes. A fin de cuentas, más que un documental sobre la literatura –que de ella no tiene mucho, posiblemente siendo esto un acierto del director-, José y Pilar es una historia de amor, que brilla más que nada en los pequeños detalles, más que en los grandes discursos o eventos, en el por qué de bautizar a una mascota como “Pepe”, en una discusión de sobremesa sobre Hillary Clinton u Obama, o en el reproche de la mujer por la vez que al escritor se le ocurrió caminar por sí sólo hacia el pico de una montaña.

La película y el análisis de la relación de pareja admite múltiples puntos de vista, pero siempre es bueno ver un film donde no reduzca a la mujer del artista a un mero lugar de musa. Es una deuda que no sólo se presentaba ante Saramago, sino ante un montón de escritores y mujeres del mundo.

Eamon (Margaret Corkery, 2009)

Lo ominoso

Hay varias formas de ser raro. Una de ellas, es introducir en el esquema estímulo-respuesta que se tiende entre dos personajes, lagunas temporales de reacción, o respuestas bifurcadas que generan la extraña sensación de estar caminando en un cuarto a oscuras, perdiendo toda capacidad de prever qué es lo que puede ocurrir o desprenderse de cada encuentro. Ejemplos hay varios, entre ellos los silencios de Jarmusch que han sido no siempre bien entendidos por el séquito de directores que intentaron emularlo. Sin embargo, posiblemente uno de los directores más notorios en lo que refiere a este tipo de weirdness es, sin lugar a dudas, David Lynch. En Lynch, en cada encuentro de personajes, plano y contraplano parecerían atolones lejanos, separados por un océano negro en el cual una pregunta de lo más banal puede abrir, casi como por un mínimo atropello, una caja de Pandora tirada en el suelo. Lynch suele pasar horas estudiando y practicando horas con sus personajes la forma en que uno de ellos va a decir “gum” (chicle). Justo es decir entonces, que no es algo estrictamente vinculado a lo que se dice, sino cómo se dice.

Otra forma de ser raro es crear una situación cotidiana, pero cambiando un pequeño detalle (o haciendo un particular foco en él, algo que también explica Lynch en su lógica del “ojo del pato”), que hace trastabillar nuestro universo conocido, dislocándose lo esperable frente a lo nuevo o aterrador. Esta es la lógica de lo ominoso, el das unheimliche, lo terrorífico dentro de lo familiar, que genera en el espectador esa cruda sensación de atracción entremezclada con repulsión (para llevar esta sensación a la práctica, científicos japoneses y norteamericanos han demostrado como un robot, en la medida que más se asemeja a un humano o animal, más rechazo genera en el espectador).

De estos dos recursos se vale Margaret Corkery a la hora de realizar Eamon. Lo que podríamos ver a simple vista es una familia de clase media-baja irlandesa que, enfrentada a las vacaciones de su hijo Eamon –y ante la negativa de la abuela de quedarse con el chico- deciden emprender un viaje a la costa, donde el infierno se entremezclará con lo cotidiano de una manera bastante peculiar (en varios sentidos, no sólo temáticos, la película está emparentada con Aguas verdes -Mariano de Rosa, 2009-, que también supo estrenarse en Cinemateca). No toma mucho tiempo ver que la obra, más allá de cierta estética de realismo sucio, no apunta a ser un ajustado retrato de una familia irlandesa. Todo lo que vemos de los conflictos típicos familiares están exponenciados hasta convertirse en algo más (de ahí la mencionada dinámica de lo ominoso). Corkery pareciera hacerse una fiesta con el complejo de Edipo (o quizás su fracaso, por las particularidades propias de la familia de Eamon), mostrando el enamoramiento hacia la madre o la rivalidad paterno-filial llevada hasta extremos del absurdo. El padre de Eamon es un muerto en vida, casi un eunuco custodiando el harem que representa el lecho de la madre y su hijo, quien duerme con ella, dejándole el sillón para él. Todo este cúmulo de frustración sexual siempre se presenta al borde del estallido, como una bruma que va creciendo entre todos los protagonistas del film. También, los personajes por fuera del triángulo familiar parecerían siempre tener un papel accesorio, como si no fuesen otra cosa que los fantasmas particulares de la misma familia (el hombre musculoso deseado por Grace, o aquel amigo negro idealizado por Eamon).

Si pudiera definirse a los personajes que abundan en el film, podría decirse que, más que sórdidos, son grotescos (especialmente los secundarios, como el borracho de pequeños dientes amarillos que se encuentran en un bar, o el rostro exagerado, absurdamente expresivo de la animadora de chicos). A este nivel, parecería que la película fuese vista desde un ojo de pez emocional que va deformando todo lo que se presenta a su alrededor.

Sin embargo hay una tercera forma de ser raro, y esta es la menos halagadora, aquella que se produce cuando hay errores flagrantes que parecen alejar el film de su proyecto principal (esa que suele elevar a películas al status de culto por razones no perseguidas –dígase, salvando las distancias- The Room –Tommy Wiseay, 2003 ). Gran parte de los errores cinematográficos de Eamon podrían camuflarse en un tema de estilo, pero a medida que se repiten, uno va viendo cómo involucran, no sólo a la calidad del film, sino la conexión emocional que podría realizar entre el espectador y la obra. La película presenta muchos errores de edición, no sólo en lo que refiere al sonido –que entre uno de sus elementos más notorios, se nota cómo a veces las voces de los personajes mantienen un volumen uniforme, aún cuando se alejan (lo que que le da al film un aire de doblaje)-, sino con respecto al encadenamiento de escenas. Los momentos en que Corkery parecería apuntar a un mayor impacto emocional (sobre todo en los “twists” que abundan en la película) terminan difuminándose por esta ineptitud del guión de poder resolver bien las situaciones que propone. La incomunicación entre marido y mujer entonces muchas veces parece, no producto de una incapacidad constitutiva que parecería hablar, por medio de ellos, de toda una crisis en la institución familiar europea, sino sencillamente de una falta de imaginación o de oficio de Corkery para poder cerrar algunas de las situaciones desplegadas (en uno de lo que pretender ser uno de los climax del film, Grace le dice a Daniel “no me quieres porque soy gorda”, espacio en el que su esposo, con lágrimas en los ojos le dice “no sos gorda” y se abrazan) . Hay una diferencia fundamental entre que los personajes no sepan qué decirse y que el guión no sepa qué hacer decir a sus personajes.

Lo que queda de todo esto es que Eamon termina siendo una película rara, pero de esas raras a pesar de ellas, una rareza por las razones equivocadas.