miércoles, 29 de febrero de 2012

Mordiendo el arcoíris

El increíble mundo de Adventure Time


“Pen, tu mente ha sido transportada en el tiempo… y a Marte!”. La frase ya parece bastante absurda de por sí, pero a eso le debemos agregar que el responsable de la misma es Abraham Lincoln, a quien Pen –quien más tarde sería rebautizado como Finn- encuentra luego de ser congelado por el Rey del hielo, un hombre más bien triste que se dedica cotidianamente a secuestrar princesas. Lincoln no aparece más, no tiene ninguna relevancia más allá de ese lapso de quince segundos, y en cierto punto revela –ya desde ese episodio piloto- la marca de fábrica de Adventure Time, una de las series animadas más interesantes y emocionantes que ha dado la televisión en los últimos años.

Un poco de historia

Pendleton Ward era prácticamente un aficionado, más vinculado al mundo de las historietas independientes, a quien se le dio una oportunidad de presentar un episodio piloto en el programa Random Cartoons, de Nickelodeon. Más allá de estar comprimidos en esos ocho minutos todo lo mejor y más característico de la serie, la posibilidad de hacer un programa semanal de aquel corto fue rechazado dos veces, lo que pareció en primera instancia cerrarle las puertas al creador norteamericano. Sin embargo, tal como se viene viendo en los últimos años, los medios virtuales se han convertido en un excelente barómetro para testeos de mercado y pronto Adventure Time devino viral en youtube, así como también en otros medios. Pendleton Ward no pasó demasiado tiempo en recibir la llamada de Cartoon Network, quienes en los últimos diez años fueron ocupando el lugar que una vez tuvo Nickelodeon, ahora más enfocado a un público más pequeño y con productos más marketineros y razonables. Como paréntesis a este último punto, cabe recordar que en un tiempo Nickelodeon fue hogar de series absurdísimas como la legendaria Ren & Stimpy –aunque atravesada por una guerra interna con su creador John Kricfalusi, quien se iría de la misma al año de salir al aire- La vida moderna de Rocco, Las aventuras de Pete y Pete, o Todo eso –una especie de Saturday Night Live para niños, en la que estaba Keanan Thompson, quien más tarde terminaría en dicho show-, programas que en cierto punto marcan las placas tectónicas sobre las que se construyó Adventure Time. Cartoon Network, por su parte, lanzó en el 2001 su filial Adult Swim, un canal de dibujos más pensado para los mayores que para los niños, responsables de una renovación e intertextualidad entre dibujos que no se veía desde mucho tiempo atrás –entre ellos los programas Misión Hill, Harvey Birdman, abogado y Acqua Teen Hunger Force –posiblemente la más libre y bizarra de todas, que incluye como protagonistas a una caja roja de papas fritas, una malteada y una albóndiga con ojos y boca.

Incluso, yéndonos un poco más atrás, podemos recordar a Liquid Television, show de animación de MTV, que incluía en su nómina proyectos que después devinieron en enormes franquicias como Beavis and Butt-Head, Aeon Flux y –la un poco más modesta- The head. Es decir, es difícil, remitiéndonos exclusivamente al nivel del absurdo, encontrar en la actualidad, una serie que realmente marque una diferencia, entonces ¿qué es lo tan interesante de Adventure Time?

Bestiario

La serie sucede en La tierra de Ooo, planeta, isla, o continente –las discusiones sobre esto en foros son bizantinas-, un mundo postapocalíptico y lleno de magia en donde Finn, un niño con gorro de conejo y hambre de aventura, comparte sus diferentes travesías con Jake, un perro capaz de adoptar un montón de formas y tamaños. La serie no sigue prácticamente ningún tipo de hilo conductor, sino que parecería regenerarse capítulo a capítulo, por más que hay personajes recurrentes, en algunos casos coprotagonistas (como el caso del Rey de hielo, la princesa Bubblegum, o la vampira adolescente Marceline). Más allá de que todos estos personajes son de por sí divertidísimos, uno de los puntos que hacen grande a Adventure Time es la inmensa fauna creada por Pendleton. En series gigantescas como Los simpsons, en cierto punto uno nota que los escenarios ocupados por masas –ya sea una reunión en el ayuntamiento, un linchamiento, o una feria de atracciones- siempre es habitado por más o menos los mismos personajes de siempre. En Adventure Time, parecería todo lo contrario, cada personaje de relleno, cada, por así decirlo “extra” que aparece en pantalla, tiene un elemento característico, completamente fascinante, que hace del show un bestiario inacabable de seres nunca antes vistos. Tenemos una cabeza flotante de lobo que actúa como una especie de deidad de las fiestas; el miedo de Finn, en la forma de un gas que sale de su ombligo; un príncipe hecho de nueces que sufre una adicción por una deficiencia de pudín en su cuerpo; un mago batracio que habla por medio de ocho larvas que no logran entonar todas al mismo tiempo, a través de una membrana gelatinosa inflada que aloja en su garganta. La lista sigue y sigue, y cada capítulo abre un poco más el abanico, siempre presentando un nuevo personaje o situación con una libertad asombrosa. Cuando a un director se le da la oportunidad de crear un mundo desde cero, casi siempre cae en versiones emperifolladas del nuestro, como el caso de la Pocahontas futurista que resultó ser Avatar, en donde a pesar de toda la plata gastada en animación, casi toda la fauna de aquel mundo parecía limitarse a meras mutaciones o agregados de nuestro mundo actual –en especial los dragones, los árboles, los perros y ni que hablar esa forma casi standard de besarse y mantener relaciones sexuales entre seres de especies completamente diferentes (algo que inteligentemente planteaban Los coneados (Steve Barron, 1993), donde el sexo para una familia alienígena consistía en algo extraño, completamente carente de todo tipo de atractivo para nosotros).

Olvidándonos de la moraleja

Retomando lo dicho anterior, el corazón de la serie está en esta libertad, en el dibujo por el dibujo en sí mismo, en una historia por el mero placer de ver a personajes envueltos en situaciones completamente inimaginadas. Este aire fresco se puede deber a dos cosas. Primero: es uno de los pocos shows que invirtió la relación escritores/dibujantes de storyboard, inclinando la balanza a favor de los segundos, lo que posibilita ese estilo más dinámico y florido, más centrado en la fascinación de la animación y los movimientos, que la trama específica. Segundo: una herencia de los juegos de rol estilo Dungeons and Dragons –influencia reconocida en entrevistas por el mismo creador-, que favorece ese mundo episódico, donde todo puede aparecer como por generación espontánea (tal como en un juego conducido por un dungeon master creativo e intrépido).

Una de las marcas del programa, siempre que la historia apunta a una moraleja final, la trama da un twist que anula todo el valor moral de la situación, como si nos hiciera entender que este programa no sirve para aprender nada, sino que está enfocado a destilar todo y quedarse sólo con lo que realmente vale la pena, es decir, las espadas, los unicornios y los ninjas de hielo (porque, a ser sinceros, ¿hay algo mejor que un ninja de hielo?). Ver Adventure Time, no sirve para recordar la infancia, más bien hace a uno pensar como un niño, cuando veíamos películas como Rambo sin entender realmente nada sobre guerra fría, afganos y soviéticos, o como cuando entrábamos a una iglesia y nos maravillaba la cantidad de sangre que corría por la frente de Cristo, desconcentrándonos del mensaje moral o religioso de tal sufrimiento.

Bracitos de goma

Adventure Time, incluso por encima de todos los programas mencionados anteriormente, retoma una herencia perdida en el tiempo, que es la de cine como espectáculo de feria, al que la gente asistía más por curiosidad que por los anhelos de toparse con un producto artístico realmente cultivador. La serie, no sólo en su ánimo, sino también en su estilo de animación, recuerda justamente a los dibujitos de Betty Boop y a gran parte de la animación de los veinte y los treinta, donde el movimiento estaba muy por encima del dibujo, algo que la Warner de los cincuenta, pero fundamentalmente Disney se encargó de ir revirtiendo, colocando la balanza a favor del dibujo, intentando mantener las proporciones, aumentando los detalles, pero a su vez volviendo a los personajes cada vez menos flexibles y convencionales. La animación de los noventa, y especialmente la del nuevo milenio, comenzó a recontemplar el estilo más sencillo y de mayor movimiento, pero prefiriendo una línea de trazos más duros y angulosos. Los brazos de Finn y Jake, por el contrario, son gomosos, se doblan y estiran en proporciones impensadas, y de cierto modo esto recapitula las figuras y diseños más redondeados de la era dorada de los dibujitos. Es, en ese sentido, un producto clásico y a la vez moderno, intercalando este estilo serpenteante con el uso de los primerísimos planos y grandes angulares estáticos que patentarían Ren & Stimpy (y que aprovecharía de manera muy efectiva Bob Esponja –quizás la versión más deliberadamente para todo público de aquel programa tan controvertido como célebre).

Esta diferencia se ve en el target de público, que también marca una frontera extremadamente porosa. Da de lleno en los espectadores infantes, que se fascinarían por la cantidad de personajes que aparecen en escena, así como también el público adulto, pero en este último caso siendo atractivo por su mismo encanto, y no por las montañas de referencias pop que suele aplicarse como fórmula infalible hoy en día –el caso de Shreck, o Muppets, la película (que, sin embargo, reflexiona y va más allá de meramente rejuntar las referencias). Viaje de ida y sin vuelta al mundo de la infancia, o la serie fundamental para niños con Síndrome de Déficit Atencional, Adventure Time acaba de terminar en Estados Unidos su tercera temporada y promete muchísmo más para los próximos años.

Vaho (Alejandro Gerber Bicecci, 2009)


Cuenco grande

Un conductor y una prostituta atraviesan un desierto tan chato como inhóspito, y luego de cumplir veloz y mansamente sus servicios, la mujer le pregunta a su cliente “¿en donde estamos?”. El conductor, sin mirarla a los ojos, le dice “en un lago”. Esta escena habla por todo lo que será Vaho, primer largometraje de ficción que encuentra a Alejandro Gerber Bicecci en la labor de dirección (ya había trabajado como director en varios cortos, a su vez como escritor en algunas series de TV), en donde el agua –o más bien, la ausencia de ella- sirve de hilo conductor para contar la árida vida de un pueblo que intenta sobrevivir en la pobrísima ciudad de Iztapalalpa.

Tlaloc, dios de la lluvia en diferentes representaciones para la cultura indígena de Mesoamérica, parece haber abandonado esos territorios. Más bien, se lo llevan al DF, donde las cosas realmente importan (tanto en referencia a la estatua de la que habla la radio del conductor, como el injusto sistema de distribución urbana mexicano, que deja a ciertas ciudades del extrarradio por fuera de todo resguardo gubernamental). La prostituta escucha en la lejanía a un niño llorando, y a unos cuantos metros lo encuentra, prendido del pecho de una madre recientemente muerta por deshidratación (la imagen hace referencia al mito de la Virgen Correa, mujer que fue encontrada en las mismas condiciones, pero en el desierto de San Juan, Argentina). La película, casi sin moverse del terreno, pega un salto temporal y nos lleva al presente, contándonos la vida de tres jóvenes, en apariencia sin mucho que ver entre sí -tanto en vínculos como en personalidad- pero que el film –con bastante paciencia- comienza a trenzarlos lentamente, hasta que se los vincula con un hecho trágico de su pasado, que no sólo marca su destino, sino el de sus familias. Tenemos a José, hijo del conductor con el que comienza el film –no sabemos a ciencia cierta si es “ese” niño encontrado u otro-, que si bien tiene carisma y ganas de progresar, parece tomar todas las decisiones equivocadas. Tenemos a Felipe, el triste dependiente de un cyber, cuyo único contacto social parece reducido a revisarle y alterarle el correo electrónico a una chica que le gusta. Finalmente, también está Andrés, que alterna sus responsabilidades laborales con la práctica de ritos mexicas.

En esas contraposiciones, el agua, como metáfora, gotea –más que “circula”- a lo largo de toda la película. Todo se reduce a distintos tipos de sed, y distintas formas de calmarla. El padre de Andrés en un tiempo lejano fue un trabajador ejemplar, encargándose nada más y nada menos del sistema de saneamiento de la gente de su barrio. En la actualidad, se refugia en el alcohol, que más que un escape, es el castigo, su propia cruz que decide cargar por un hecho de su pasado (tal como realiza año a año en la inmensa celebración de la Pasión de Cristo, en donde un montón de mexicanos recrean el episodio de la Via Crucis cargando una cruz hecha o comprada por ellos, por más de diez kilómetros, en plena ciudad, a rayo de sol). El padre de José intenta ocultar algo vinculado a su pasado con la misma frialdad que envuelve su trabajo de fabricador de hielos. La madre de Felipe lo tiene insoportablemente sobreprotegido y se le acerca a la cama, antes de dormirse, ofreciéndole un vasito de agua.

Finalmente está el vaho, que vincula a una mitología de la zona, relatada por la niña Abigail en la escuela (una vez que la película salta al pasado infantil de aquellos tres adolescentes), en la que los dioses, preocupados por haber hecho al hombre demasiado perfecto, le soplaron un vaho en los ojos, para cegarlo parcialmente y limitar su visión y entendimiento –y, asimismo, garantizarse su devoción, al no poder responderse todas las preguntas. Así, tenemos hielo, agua y vaho, pero entre todos ellos, una ciudad seca, que en otros tiempos estuvo asentada en un islote rodeado por un inmenso lago (Tenochtitlán, que también permanece a lo largo de toda la película, como un fantasma agazapado, especialmente en las prácticas a las que se entrega Andrés).

El manejo de metáforas, así como la forma macro de contar la historia, incluyendo los rápidos y efectivos encadenamientos entre pasado y presente, es impecable. Todo engarza, todo está bien manejado y dispuesto, a la vez que las imágenes poéticas –por así decirlo- son más que sugerentes. Sin embargo, hay algo bastante curioso, que es que el film siempre comete micro errores, casi todos vinculados a los diálogos, por querer explicar todo demasiado. Es más que nada curioso, porque a diferencia de otros films donde la metáfora, cuando anda mal, se convierte en un todo que vuelve a la película entera algo demasiado evidente y pesado, en Vaho, más que eso, se registra como un breve desfasaje entre lo que se muestra y lo que se comenta, entre las imágenes y la interlocución de los personajes. Sin ir muy lejos, habría que retomar el comienzo del film, en donde el conductor le dice a la prostituta que están en un lago. Acto seguido, la cámara hace un paneo por el panorama completamente árido, manteniéndose un silencio, en donde sólo se escucha el viento. Sin embargo, la mujer le pregunta “y qué pasó con el agua” y ahí el conductor se lo explica. Este último apéndice, de haber sido extirpado, hubiera redondeado la escena de una manera mucho más efectiva, incluso trazando una línea ligeramente humorística ante lo inhóspito de la situación. Estos apéndices están prácticamente en todas las escenas. Hay cosas que nuestros ojos ven, cosas que ya hablan por sí solas, pero el director parecería en todo momento poner entre nosotros y la imagen a un traductor, una nota al pie de página encarnada en la voz de los personajes. Hasta podría decirse que ni las mismas actuaciones fallan, pero terminan siendo traicionadas por esos pequeños excesos en los parlamentos.

Parecería que Gerber Bicecci tuviera una poderosísima metáfora entre las manos –incluso, el film no podría tener un final más redondo e impactante-, pero es tan grande que necesita meter demasiados andamios para que no se le desmorone. Tiene sed de imágenes, sed de contenido, pero el cuenco es tan grande que se le corre por los costados de la boca.

Medusas (Shira Geffen-Etgar Keret, 2007)


Hágalo usted mismo

En la primera escena de Medusas no tenemos muy en claro si la pareja que se está despidiendo para siempre está en un set cinematográfico, o bajo el agua. Cuando el hombre por fin decide irse, tras él avanza un camión que oficiaba de verdadero decorado, y el celeste refulgente es substituido por el gris de Tel Aviv. Este juego de colores, de decorados empotrables y de constantes juegos entre figura y fondo es una actividad que parece entretener mucho a los directores del film, Etgar Keret y Shira Geffen, marido y mujer en la vida real, ganadores de la Cámara de oro en el Festival de Cannes del 2007. Así, podemos ver el contraste del mar con el gris de un hotel venido a menos, un globo verde en medio de un casamiento festejado en una sala de triste color ocre, o el flotador rojo y blanco de una niña encontrada en el mar, en medio de una lúgubre oficina de policía.

Ante tanta reiteración de estilo, uno no tarda en comprender que Medusas es un film desplegable, de esos productos que vienen por piezas y en donde todas y cada una –en este caso, podríamos pensar los planos- tienen su lugar donde encastrar, o su tornillo correspondiente. Entre estas piezas, tenemos así las historias de mujeres enfrentadas a la soledad y el desentendimiento. Por un lado, Batya, mesera de casamientos, cuya soledad va a ser movida cuando encuentre una niña prácticamente muda, casi un querubín encontrado entre las aguas. También tenemos una pareja de recién casados que tras arruinárseles el plan de luna de miel por la fractura de la mujer en su mismo casamiento, se hospedan en un hotel que es tan molesto como ellos quieren que sea. Podemos agregarle a este fresco una mujer que trabaja como cuidadora de ancianos para llevar plata a su familia en las Filipinas, junto a su paciente, una señora que no sabe cómo comunicarse con su hija actriz, como así también una fotógrafa de bodas a la que sólo le gusta sacar fotos de aquellas cosas inusuales que suceden en eventos del estilo –actividad artística que no es para nada apreciada por sus clientes y mucho menos sus superiores.

Los personajes abundan y fiel a películas de este estilo, sus caminos suelen trenzarse, muchas veces sin que ellos mismos se den cuenta. En principio, parecería una colección de viñetas sobre la desconexión radical entre los seres humanos. Fundamentalmente, el verdadero drama que se agita entre estas subhistorias contadas -no sin cierto dejo de humor sordo y, por momentos, un poco ácido-, es la dificultad de saber qué debe ser uno para el otro. Medusas es así una película sobre maridos, padres, madres e hijas que no saben cómo serlo. El caso más evidente de esto sería el pobre hombre que hace todo para que su desesperante esposa se sienta a gusto en su hotel, sin que nada parezca conformarla. Pero también están los padres de Batya, que dan techo y seguridad a otras personas, pero son incapaces de brindarles seguridad a su propia hija (su madre es una política de renombre, que hace hincapié en la necesidad de brindar un techo y estabilidad a los más necesitados, mientras que su padre tiene una novia bulímica a la que cuida como si fuera una paciente). O la señora que es cuidada por la filipina, quien termina realizando un gesto de completa ternura hacia ella, en vez de a su hija. O, por qué no, el policía que hace barquitos de papel con los expedientes de personas desaparecidas.

Retomando esta última imagen, se puede ver acá cual es la metáfora medular del film. En todas las historias hay referencias al agua, ya sea la que gotea constantemente del techo de Batya, los barcos del policía, o el que la filipina quiere regalarle a su hijo –cuando no el mismo océano que la separa de su familia-, el mar que no se puede ver desde la vista de la habitación de hotel de la pareja, o el poema que escribe la recién casada. En esto último, en el traspapeleo de escritos –que no detallaré en demasía, para no detallar importantes desenlaces del film- está el tema fundamental, que es el hecho de que la carta siempre llega a destino, pero de forma invertida. El mar, a fin de cuentas, es aquel continente de agua que separa a las personas de sus sentimientos, de lo que escuchan y entienden, de lo que buscan y obtienen.

Más allá de este despliegue de cuestiones filosóficas que gatilla el film, en lo más estrictamente cinematográfico, sí por momentos adolece un exceso de lenguaje metafórico, como si en todo momento Geffen y Keret (que es un famoso escritor en Israel) intentaran meter notas al pie de página en cada uno de los planos. Esto por momentos deja al espectador las cosas demasiado servidas en bandeja, confundiéndose lenguaje poético con lenguaje alegórico, como si fuera el manual de instrucciones detrás de la caja de un juego de mesa. También, más allá de la bella fotografía, hay por momentos un exceso de filtros, o de recursos que le restan un poco en coherencia estética al film, sobre todo en las partes que más desnudado queda el realismo mágico de la obra.

En definitiva, no sería descabellado pensar que a más de un espectador le irrite que se le den las referencias tan a la mano, pero el producto final es de un craft dentro de todo bien armado y preciso en su ejecución. Tómeselo como un cuento de hadas posmoderno.

Tres monos (Nuri Bilge Ceylán)


Olla a presión

A pesar de seguir avocándose a retratar con particular maestría su Estanbul natal, Tres monos es una película bastante atípica dentro de la filmografía de Nuri Bilge Ceylan. El tema sigue siendo el mismo, la herencia de Antonioni enfocada en la incomunicación infranqueable entre los seres humanos, aspecto que me había llevado a preguntarme en la crítica de Distante sobre si la demarcación de esa pared hablaba de otra cosa o si, en definitiva, terminaba convirtiéndose en un fin en sí mismo, un imposible pautado de antemano. Aún así, hay dos elementos que rompen con parte de lo más notorio del director. Primero, la ubicación del drama en la clase trabajadora turca, que lo aleja de los retratos de intelectuales bien colocados que desfilaban en films como Nubes de mayo (2000), Distante (2002) y Climas (2006) Este viraje no es sólo un cambio de clase, sino un alejamiento de sí mismo, considerando que hasta la fecha, Ceylan siempre había retratado a protagonistas que oficiaban de directores de cine o fotógrafos, que de una forma u otra parecían hablar inevitablemente de él mismo. A este descentramiento se le corresponde otro cambio fundamental que es que, a diferencia de sus anteriores obras, Tres monos involucra mucho más desarrollo argumental (muy diferente a aquellos dramas más movidos por el retrato más cotidiano y austero de sus protagonistas), pudiéndose incluso circunscribirse dentro del género noir. Por supuesto, lejos se está de historias de detectives de gabardinas y femme fatales, pero el ánimo fundamental del film recaptura esa esencia trágica del noir, en la que la historia va llevando a los personajes por distintas sendas como si fueran movidos por pequeñas barras magnéticas debajo de una tabla.

Servet, importante político en pleno período de elecciones turcas, atropella a un peatón, dándose inmediatamente a la fuga. Sabiendo que la condena por tal accidente puede destrozar su candidatura, acude a Eyüb, su chofer diurno, para que se adjudique el siniestro, a cambio de una paga mensual durante el tiempo que permanece en la cárcel y una importante recompensa monetaria para cuando salga de la cárcel. Eyüb acepta, tras lo que se lo condena a nueve meses de reclusión, tiempo durante el cual su hijo permanece deprimido, sin hacer absolutamente nada por su vida y su esposa Hacer termina manteniendo un affaire con el mismo político que engatusó a su pareja para caer en la cárcel.

Todo un dramón. Casi, por así decirlo, parecería una telenovela, en la que la inminente salida de la cárcel de Eyüb amenaza con dinamitar todo el tenso equilibrio de silencios que sostiene a la familia. Sin embargo, Nuri Bilge Ceylan deja su trazo en esta escritura noir, no dándonos las cosas servidas en bandeja. Antes que nada, el director siempre parece huirle a los acontecimientos dramáticos que precipitan el resto de los hechos. En este sentido, Tres monos es un film con un curiosísimo manejo de las elipsis, en donde nunca se le da al espectador lo que está acostumbrado a obtener en el menú. En un momento de la película, el hijo cae a la casa y fugazmente se mete en el baño. La madre apenas lo escucha, pero cuando ve gotas de sangre en el parqué, abre súbitamente la puerta y ve a su hijo con la camiseta desgarrada, lleno de moretones y sangre, estado que parece haber sido resultado de algún encontronazo con los chicos del barrio. Sin embargo, nunca se dice qué pasó realmente. Así también, no hay imagen alguna del adulterio cometido por Hacer, sin siquiera quedarnos muy en claro cuánto es el tiempo que se prolonga este affaire. Incluso, un encuentro dramático en el que Servet y Hacer se enfrentan está filmado en un plano fijo desde una distancia de voyeur, apenas pudiendo ver sus cuerpos. Este encadenamiento elíptico, en cierto modo traza un puente entre el comportamiento de los personajes del film y el título del mismo. Los tres monos son los pertenecientes a aquel famoso dibujo en el que los vemos tapándose respectivamente los ojos, las orejas y la boca. Todos, incluso Eyüb, saben, en cierta medida lo que está pasando, pero nadie explicita nada, mezclando y calentándose todo este silencio en una olla a presión a punto de estallar. Ceylan, en cierto punto, hace lo mismo que la familia, evitando retratar los momentos de mayor pasión, dejando esos mismos agujeros negros que aparecen en la novela familiar.

Quizás podría reclamarse como mayor maestría del film algo pesado esta forma particular de encadenamiento, en donde por momentos las acciones parecen solaparse, no siguiendo un orden naturalista o realista de tiempo y acción. Casi parecería que nos moviéramos en un tiempo no lineal, en donde las acciones se anticipan o se retardan, al borde de mezclarse los tiempos –y que encuentra su máxima expresión en la presencia fantasmal (casi prestada del cine de terror japonés) de aquel hijo muerto omnipresente, pero casi nunca citado, que aparece casi de improvisto, en algún rincón de la escena.

El final del film traza un círculo moral perfecto, que en cierto punto obedece a la concesión de género más explícita de Ceylan hasta la fecha. Eyüb –tal como casi todos los protagonistas de la filmografía del director- queda contemplando el mar turco, dejándose enmantar por la lluvia gris de una tormenta que viene desde el horizonte, metáfora clásica de aquello que limpia las penas y los pecados de los padecientes.

miércoles, 8 de febrero de 2012

The Chemical Brothers: Don't think (Adam Smith, 2012)



Los nuevos paganos

Los conciertos llevados a pantalla no son cosa demasiado nueva, ni siquiera para nuestros cines, donde variadas generaciones deben recordar acudir a salas para ver Woodstock (Michael Wadleigh, 1970), o The song remains the same (Peter Clifton, Joe Massot, 1976) como un acto iniciático fundamental, casi un ejercicio de afirmación ideológica que iba mucho más allá de lo que sucedía en pantalla. A la lista se puede agregar otras bandas y músicos como Pink Floyd, o Michael Jackson, pero lo que tienen en común es el hecho de ser un evento, algo que suele ser un poco más que ir al cine, un interregno entre el verdadero show y la presencia de espectador.

Por esta razón, había que pensar qué era lo nuevo que podía proponer, al menos técnica y conceptualmente un concierto de los Chemical Brothers, una banda que, si bien fue una de las marcas de ola de los noventa, tampoco llegó en Uruguay al impacto de la vida cotidiana de las anteriormente mencionadas. La respuesta podría estar en los aspectos técnicos, con un sonido Dolby 7.1 que prometía volarle la cabeza al público que asistiera la sala, cuando no un aprovechamiento de la calidad de imagen y efectos especiales –llama la atención cómo este show llevado al cine se salvó del actual (y bastante molesto) fetiche de presentarse en formato 3d. El cine, con un régimen de descargas que posiblemente no cese -independientemente de a cuantos gordos como Kim Dotcom se encarcele-, debe proponer nuevas formas de ser espectador que rivalice con la ventaja de ahorrarse una entrada y poder verlo en HD en la comodidad del living de la casa.

Hermanos Químicos

Saliendo del tema propiamente cinematográfico y centrándonos en la performance en sí, los Chemical Brothers, ya como lo indica el nombre, han sido para el consumo recreativo de drogas de los noventa, lo que los Doors fueron para las drogas de los sesenta/ setenta. Más allá de que por los noventa y bastante antes, el rave británico rebosaba de una escena predominantemente drogona (que incluían como centros de operaciones las Acid House Parties y los toques de la Factory Records en el club The Haçienda) el dúo de Manchester fue posiblemente uno de los mascarones de proa del movimiento, no tanto por la cultura que abrazaba –que una vez más, no era algo demasiado novedoso-, sino por acoplarse a un proyecto audiovisual arrollador que concentra en su videografía varios de los mejores y más citados videoclips de esa década (cabe recordar a Sofia Coppola haciendo de gimnasta artística en Electrobank, el mundo de duplicados y escenografías empotrables de Let forever be, o los esqueletos ravers de Hey Boy Hey Girl). Si la Yellow Submarine definió la cultura (mainstream) de ácido de los sesenta, los videoclips de los Chemical Brothers diseñaron la imaginería base de los noventas del éxtasis. Si a esto le sumamos sus conciertos de alta factura, el despliegue del famoso FUJI Festival de Japón y el director británico Adam Smith (muy adepto a cierto estilo de filmación recurrente en planos cercanos y estética ágil y trepidante), un producto cinematográfico como Don’t think resulta completamente razonable.

Tres religiones

Un problema de escribir sobre un show como el representado en Don’t think es que uno siempre siente que se está perdiendo algo a la hora de contarlo (como explicarle una pintura a un ciego). El show empieza con un enfoque casi por así decirlo, minimalista –un término paradójico en un evento como el FUJI Festival- concentrándose en unas pequeñas bolas luminosas que de a poco comienzan a corporizar de manera exacta y bastante compleja los beats del dúo de Manchester, pero luego de ese juego tan insigne de in crescendos y eventual explosión –algo de lo que se podría decir que Rowland y Simons hicieron (ab)uso a lo largo de su carrera-, la pirotecnia visual se enciende y se nos van enfrentando con insectos proyectados más allá del escenario, pastillas voladoras y payasos malévolos.

Más interesante que señalar lo que aparece en escena, sería pensar en la forma de presentarlo y la relación que tiene esto con el perfil de la banda. Las comparaciones son odiosas, pero analizando en conjunto las presentaciones en vivo de los Chemicals junto con las de los franceses Daft Punk y Justice (tres bandas que se caracterizan por no estar tan endogámicamente metidas en el mundo de la electrónica, extendiendo un montón de ventosas al rock y el pop-, uno puede ir extrayendo otro tipo de conclusiones más allá del “fua loco, te vuela la cabeza!”. Tres dúos, cada uno de ellos tiene una relación particular con lo que es su presencia escénica en tanto personas de carne y hueso y a la imagen que se despliega detrás de ellos. Es así que, además de la conformación de dúo, hay una duplicidad entre foreground y background, performer y suplemento visual. Justice encarnan, por así decirlo, el ideal rockero más old school, donde ellos, más allá de la música, siempre están en foco (con sus camperas de cuero y su retiro hedonístico, minuciosamente captado en el documental A cross the Universe –Julie Taymor, 2007). Rowland y Simons, por el contrario, parecen estar muy por detrás de todo, son parte del background, como si ellos mismos fueran nada más que el mago de Oz orquestando las alucinaciones colectivas detrás del telón. Finalmente, Daft Punk disuelven ese límite entre background y foreground, convirtiéndose en parte del mismo despliegue visual que presentan en escena. Con su apariencia robótica ellos son parte de la misma máquina que se desmonta ante los ojos de los espectadores. Sin embargo, en referencia a sus shows, también podemos notar algo que une y diferencia a las tres bandas, y que está vinculado a cierta experiencia de rito religioso que envuelve a sus mismos shows. Justice, con su insigne cruz de luces, son algo así como la versión monoteísta de este tipo de shows en vivo. Ellos están por delante de la cruz, ellos sufren, disfrutan y se entregan al público –y lo documentan, casi como si ellos cumpliesen los mandatos divinos. Son ídolos bastante cristianos. Ante esa presencia omnipotente de la cruz y la pasión del intérprete, los Chemical Brothers vendrían a ser ídolos paganos, o profetas de un éxtasis religioso panteísta. Así, no hay una metáfora clave, un Dios específico a lo que todo se remita, sino que todo lo que se presenta, en torrente disuelto, es parte y todo de lo mismo, sin establecerse diferenciaciones. Todo es divino, todo gatilla el cuelgue alucinógeno, todo se presenta de una manera más o menos desordenada, de primera, directo a la cabeza, sin intentar regular los tiempos. Daft Punk, por el contrario, hace una deconstrucción de esta iconografía religiosa y la reduce al mínimo. En sus shows en vivo suelen concentrar toda su imaginería a un mero objeto, que se va permitiendo ver de a retazos, hasta que aparece en todo su esplendor como una mera figura geométrica, una ecuación pura, reducida a un par de aristas iluminadas (en el ya famoso concierto que hicieron en Buenos Aires, la escenografía se limitaba a una gigantesca e impactante pirámide que iba cambiando con las luces). Quizás, en este sentido, Daft Punk es post-religión, es el evento catártico de la electrónica reducido a sus estados puros, la mitología devenida en geometría.

Lejano oriente

Señalando esto último, por momentos parecería, más allá de lo impactante de las imágenes (entre ellas, el caballo poligonal está en uno de esos momentos altos, en el que se genera un espectáculo tan impresionante como abrumador), que la imaginería desplegada en Don’t Think es la más irregular de todas, por hacer con todo una especie de guiso pirotécnico de referencias típicas de las drogas psicoactivas (incluso, las sombras bailarinas ya se ven como demasiado conocidas, como salidas de un aviso de I-Pod). Sin embargo, uno de los puntos más interesantes del documental es que Adam Smith alterna la filmación del escenario con registros del público. A veces, presenciando el rostro desencajado de los japoneses –posiblemente con la ayuda extra de ciertos químicos navegando por su torrente sanguíneo- uno se pone a pensar sobre qué es lo realmente abrumador o extraño, si lo que se presenta en la megapantalla del festival, o en la cercanía casi microscópica de aquellos primeros planos. Don’t think, en esto tampoco parece ser el primero ni en último en centrarse en el público asiático. Ya lo había hecho Radiohead en su documental Meeting people is easy (Grant Gee, 1998), o incluso en la más reciente Anvil! The story of Anvil! (Sacha Gervasi, 2008), en donde la bajoneante banda canadiense daba su concierto final en el país del sol naciente. Hay una particular fascinación del occidente en el retrato de los japoneses en tanto público y quizás su referencia debe buscarse el Chris Marker de Sans Soleil (mítico documental que coloca un pie en Japón y otro en Guinea Bissau) cuando cita a Racine con “Lo remoto de los países en cierto punto balancea su proximidad en el tiempo” y “Cuanto más ves televisión japonesa… más sentís que ella te está viendo a vos”. En cierto punto, el occidente ha tomado al oriente como un objeto extraño, en el que pueden registrar de forma diferente, quizás más pura -justamente por lo diferente-, aquello que tenemos demasiado naturalizado en nuestros ritos. Lo que se puede extraer de Don’t think y su particular público, es cómo los grandes eventos psicotrópicos se han vuelto ritos en los que se potencia lo multitudinario, pero en celdas separadas, privilegiando el viaje interno. Esto se ve no sólo en el público, sino también en el lenguaje cinematográfico empleado. A diferencia de los planos generales de Woodstock del 69’, donde se intentaba señalar una especie de unión colectiva –casi política, en algún sentido-, en Don’t think, casi como indica el título, lo que es presentado es el espectador en bandeja, viviendo la intensidad de la procesión en el compartimento limítrofe de su cabeza, y más que nada, en donde ellos parecen, más que personajes activos del espectáculo, seres que son atribulados y poseídos por una fuerza mayor, la fuerza de la música y las imágenes proyectadas en una pantalla.

viernes, 3 de febrero de 2012

El cine de Dino Risi


Vespas, Fiats y Ragazzas

El refulgente Lancia Aurelia B24 sobrepasando a una velocidad infernal, entre bocinazos y gritos, a todos los autos de la ruta; los twists de Pepino di Capri bailados por un montón de jóvenes en shorts y bikinis en un muelle veraniego: Maurizio Arena declarándosele por los altoparlantes de un coche de anuncios a Marisa Allasio (un año antes de que se casara con un conde y dejara definitivamente su carrera actoral); Sophia Loren subiéndose, con las piernas cruzadas, a la vespa de Ignazio Bolognini; una modelo/escort que habla mal el inglés y que intenta ocultar un diente negro; Vittorio Gassman bailando con una blonda, diciendo “Modestamente…” después de que su pareja de baile le dice “oh la lá”, al palpar algo que se abulta en la proximidad. Dino Risi, más que un gigantesco comediante, es un gran artesano de escenas, de esas que quedan en la memoria colectiva y que se reinventan tantas veces que uno ya olvida de donde provinieron.



Fallecido en el 2008 –a sólo unos meses de diferencia de Mario Monicelli, su otro gran par de la “commedia all’italiana”- recién en sus últimos años, pese a tener un montón de éxitos de taquilla que lo hacían posicionarse como una suerte de Billy Wilder italiano, fue reconocido por la crítica internacional, entregándosele el León de Oro a la carrera en la 67º edición del Festival de Venecia. Especialmente a sus inicios, sus obras, comparadas con el neorrealismo italiano de la posguerra, eran conceptualizadas como muestras de un “realismo rosa”, entretenimiento para el gran público, generalmente más volcado a una comedia que lo colocaba como un director menor a los ojos de los entusiastas de los dramas áridos y austeros de De Sica y Rossellini. Sin embargo, siendo psiquiatra e hijo de padres antidictatoriales que se refugiaron en Suiza tras el ascenso de Mussolini (lugar donde Risi se formó como cineasta), sus películas, especialmente bajo el lente de la actualidad, distan de ser equivalente de las chatas comedias románticas que se exhiben hoy en día. Prácticamente lo contrario, por momentos, el cine de Dino Risi llega a paroxismos de crítica social que doblan en efectividad y fuerza a los de sus antecesores y contemporáneos más serios. Aprovechando la apertura de un ciclo en Cinemateca que exhibe parte de su filmografía (inabarcable en su totalidad, con más de ochenta títulos, es una buena oportunidad para pensar las más grandes obras del director, así también cuestionarnos qué pueden hablarnos ellas de nuestro presente.

La Italia próspera

Antes que nada, sería necesario colocar a Risi en su tiempo y junto a sus contemporáneos claves. Los años sesenta marcarían uno de los grandes períodos de prosperidad de Italia, donde el modelo de Estado de bienestar, las migraciones del sur más rural al norte industrializado, la expansión del mercado y los nuevos modelos de vida (indisociables a la venta del leisure, los electrodomésticos y artículos de lujo), agregándosele una explosión de modelos importados del extranjero –especialmente el twist y la movida del swinging london, la cual sería fríamente retratada por Antonioni en Blow Up, 1966- y una necesidad bastante marcada de olvidarse de los errores y responsabilidades de la última guerra, cambiarían completamente el mapa mental de las masas italianas. La commedia all’italiana se presenta, en este marco, tanto como un oportuno producto de mercado como un síntoma de esta época. Sin embargo, a diferencia de otras celebraciones del consumo más o menos hedonistas (por ejemplo, en Estados Unidos, Los caballeros las prefieren rubias ha sido conceptualizada como una suerte de Acorazado Potemkin capitalista), los directores más célebres de dicha filmografía generalmente tenían ciertas inclinaciones críticas evidentes, cuando no una afiliación explícita a algún partido político. Es este uno de los puntos más interesantes del grupo integrado por figuras como Ettore Scola, Luigi Commencini, Mario Monicelli, o Pietro Germi. En la mayoría de sus obras, la modernidad que es marco o figura de las tramas, siempre termina colisionando con los antiguos valores, a veces subvirtiéndolos, a veces siendo tapados por estos. Un ejemplo notable de esta contraposición de valores, casi como si fuera presentada como una verdadera fórmula, puede verse en Divorcio a la italiana (Pietro Germi, 1961). En dicha película, Marcello Mastroianni, queriendo casarse con su prima (pero teniendo que enfrentar el hecho de que todavía no está permitido el divorcio), planea hacer que su esposa cometa adulterio –con un conocido que el mismo prepara- para así poder matarla con cierta justificación. En Italia, por aquellos tiempos, el asesinato pasional por adulterio estaba tan contemplado que prácticamente dejaba al perpetrador fuera de la cárcel, por lo que el divagante plan parece maquiavélicamente perfecto. Cambiando el tono dramático de la obra original por otro más comédico, Pietro Germi intentaba coligar el absurdo del plan con otro absurdo más de basamento, que era el hecho de que las personas no pudieran divorciarse en Italia. Este es el álgebra base de la commedia all’italiana (justamente, el término se puso en honor a la obra de Germi), absurdo más absurdo, que termina haciendo una lectura certera y distinta sobre la realidad social.

La fórmula

Posiblemente, esta fórmula de Absurdo + Absurdo llega a su punto máximo en el cine italiano con la obra de Risi Los Monstruos (1963), que tendría una suerte de secuela con Los nuevos Monstruos (1977), film en el cual se compartía autoría con segmentos de Mario Monicelli y Ettore Scola (con un cast impresionante, que incluía, como buena costumbre a Ugo Tognazzi, Vittorio Gassman, Alberto Sordi y Ornella Muti). Entre los múltiples segmentos que inundan los dos films, pueden recordarse La educación sentimental, en la que un padre le daba cátedra a su hijo de todas las formas para ser vivo y aprovecharse de las mejores situaciones; Testimonio involuntario, en donde un pobre hombre, intentando dar testimonio sobre un asesinato en la corte, era asediado y humillado por el abogado defensor del acusado; o Latin Lovers, donde como pocas veces en el cine se había mostrado el homoerotismo latente, presente en las comunes celebraciones chic de los livianos coqueteos heterosexuales. Con Los nuevos monstruos hay un contrapunto, y uno puede percibir –tal como se ve en la obra de Risi- que los sesenta pasaron, ubicándonos en unos setenta marcados por un pesimismo y horror más palpable, que terminan por corporizarse en uno de sus segmentos más fuertes y crueles, que es Sin palabras. En dicho segmento, un extranjero seduce a una azafata italiana, y tras un hermoso y fugaz romance, al despedirse en el aeropuerto le regala una radio en la que suena la azucarada y dramática All by myself. En la escena siguiente, vemos al galán viendo el informativo, en el que se anuncia que un avión explotó por medio de un dispositivo de bomba colocado en un objeto que transportaba una de las azafatas del vuelo.



Un segmento tan oscuro dentro de una película que es, en definitiva, una comedia, parece algo realmente extraño y difícil de digerir para el espectador acostumbrado a los cánones comunes del cine. Sin embargo, esta ambivalencia es prácticamente moneda común en los films de la commedia all’italiana y en especial en los de Dino Risi. Con piñazos en quijada en casi siempre los últimos minutos del film, las comedias italianas dejan a uno mal parado, desorientado y colocándoselo en evidencia de que aquello que festejaba revela su lado oscuro y poco agradable. Esto puede verse de maneras muy variadas, desde la bajada de caña de Brutos, feos y sucios (Ettore Scola, 1976), en la que quien posiblemente fuera la única persona pura y sensata en un entorno de pobreza y vileza extrema (pero siempre graciosa), aparece embarazada, yendo a buscar agua –señalando una suerte de ciclo de pobreza que nunca ha de terminar-. También puede incluirse La gran guerra, de Monicelli (1959), donde lo que había sido durante toda la película las alegres y absurdas andanzas de un par de soldados, termina con un fusilamiento. Sin embargo, por lejos, la más sorpresiva de todas, en sus efectos y en contraposición a lo que es el resto del rodaje, es Il sorpasso. En ella, Vittorio Gassman (como Bruno Cortona) le imparte una suerte de educación sentimental al apocado Roberto Mariano (Jean-Louis Trintignant), obligándolo a que le acompañe en cada una de sus andanzas. Es posiblemente el mejor papel que haya interpretado Gassman, como un playboy que sólo parece ir para adelante, llevándose por arriba todo lo que se encuentra a su paso. Es también, en una primera instancia, una de las celebraciones más explosivas de la nueva forma de vida italiana, un disfrute a la romana, con los autos de lujo, el levante constante y el festejo perpetuo. Sin embargo, el final mismo, marcado por un trágico accidente automovilístico, posiblemente señala uno de los conflictos inherentes del film (y de la commedia all’italiana en general): la carrera entre la Italia consevadora y populista representada por el Fiat 500 y el “nuevo italiano” representado por el veloz Lancia Aurelia B24. La educación sentimental a cargo de una forma de padre obsceno y excesivo (y atractivo en la misma medida) se retoma con el mismo Gassman en Perfume de mujer (1974), en la que Ciccio (Alessandro Momo) tiene que acompañar desde Turín a Nápoles a un ex capitán del ejército que quedó ciego tras una explosión. Contraponiéndola con la versión hollywoodense actuada por Al “Whoo-ah” Pacino, donde el ciego es un personaje en el fondo querible y que reduce sus enseñanzas a una suerte de carpe diem más subido de tono que el de Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos, Gassman es un personaje mucho más oscuro y menos querible, que en el fondo no enseña tanto sobre cómo vivir la vida, como cómo convivir con la muerte.



Instrucciones para el nuevo uruguayo

Si algo define a Risi es esta ambivalencia subrepticia. El film En nombre del pueblo italiano culmina con una de las escenas más evocadoras y anticipatorias de Risi. El justo policía llevado a escena por Ugo Tognazzi tiene en las manos evidencia que resultaría en la absolución del sórdido magnate Lorenzo Santenocito (representado por Gassman), pero al ver la chusma italiana festejando un triunfo futbolístico –representada en su máxima obscenidad y ridiculez por Risi-, duda si deshacerse o no de el material liberador. En esta decisión, que de golpe coloca al héroe moral en un debate, vemos la gran duda sobre el futuro de Italia. A fin de cuentas, un hombre como aquel magnate, más allá de haber cometido o no el asesinato, fuera de las rejas puede ser más perjudicial para el pueblo italiano. Risi en esta escena se adelanta a la Italia de Berlusconi, a la Italia de la RAI y de las Bellinas, a la de la Cicciolina y los programas de chimentos. Es casi como si fuera un ejercicio metacinematográfico y saliera de cuadro para preguntarse “qué estamos haciendo?”, “¿Adónde vamos?”. Pero Risi cuando desmonta el populismo tano, para hacer una lectura de él y criticarlo, nunca puede evitar ese plus, ese sedimento aparte, que es la celebración del mismo. Siguiendo el mismo ejemplo, Wall Street (Oliver Stone, 1987) es una de las denuncias más conocidas del universo yuppie en ascenso de los ochentas, pero a la vez una de sus máximas celebraciones (así como Bud Fox, el accionista junior más moral del film no tiene nada que hacer en comparación a la fascinación que despierta Gordon Gekko). Lo mismo puede decirse de un montón de films diversos, como por ejemplo el papel de Nascimento (Wagner Moura) en Tropa de élite (José Padillha, 2007), o Alec Baldwin en Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992). Ver la Italia próspera de Risi (pero con sus ojos tapados como jugando a la gallinita ciega sobre el pretil), no sólo es un buen documento de época, sino algo para hacernos pensar a nosotros en nuestros propios años de prosperidad económica y triunfalismo deportivo. Sirve para dar una mirada diferente al “Nuevo uruguayo” que se agita en el fondo y del que tan bien escribió Sandino Núñez.